13. Oto-ño (un pequeño flash back)
Caminábamos la chica de rulitos y yo uno de aquellos meses que pasamos juntos (fueron meses que se esfumaron demasiado rápido, confundidos entre calles desoladas o parques alrededor de toda la ciudad) el caso es que aquella vez nos alejamos por el malecón de Barranco, casi llegando a Chorrillos, tomados de la mano, sin importarnos siquiera lo que podría pasar (o lo que estaba a punto de pasar) y estábamos abrazados, lo recuerdo, caminando por Pedro de Osma, con sus árboles altos y frondosos, indestructibles, mientras caían de allí pequeñas semillas tierrosas que pisábamos, preguntándonos si lo que estábamos haciendo estaba bien, o si lo estábamos arruinando como siempre.
Ella me dijo que todavía era joven, que todavía le quedaban muchos lugares por conocer, muchas personas qué conocer. Dijo algo como que me había estado guardando desde siempre para después, como cuando comes pan con mantequilla y te guardas el centro para el final, porque es lo más rico. Eso dijo. Yo le pregunté si me estaba tomando el pelo. Ella dijo que el pan con mantequilla era lo mejor del mundo, y eso ya no se lo pude refutar
Así pasaron los días. Algunas veces, cuando salíamos de la universidad, nos alejábamos caminando y tomábamos café en el Óvalo Gutiérrez. Luego nos perdíamos, por ejemplo, por San Isidro, y tal vez si llegaba la noche y nos atrapaba besándonos, una cosa llevaba a la otra, y terminábamos tocándonos en el Olivar. Siempre hablábamos de sus planes. Ella decía que quería ser pintora. Una de las pocas veces que fui a su casa me llevó a un taller que era un cuarto en el último piso. También recuerdo haber estado allí de muy niño. Había un lienzo, muchas manchas de pintura en el piso. Algunos cuadros tenían algo de talento y sin embargo, lo mejor eran los bocetos a escala y apenas algunas cuantas pruebas en cartulina regadas por el piso. Algunas a carboncillo. Había un libro “Dias distintos” escondido en un cajón. Y una cajita de fumar OCB negra que compré hace tiempo, una época en la que ella quiso fumar.
El caso es que un día, en vacaciones, después de un fin de semana sin tener noticias de ella, me angustié sin ningún motivo (es verdad) y llamé a su celular. Siempre lo hacía. Después de un rato de dejar timbrar, decidí salir a tomar aire. Sin poder aguantar aquella necesidad, la llamé. Me noté ofuscado (soy un tipo que no logra controlar sus sentimientos) y ella dijo: hoy no puedo, mañana sí.
Al día siguiente ella envió un mensaje y nos encontramos en Miraflores. Después de tres días sin verla supe que el encuentro sería gratificante. Cuando llegué, ella me dejó esperando como una hora más en la puerta de un taller de manualidades al que entró, nunca logré entender por qué. Apenas la vi, crucé la avenida de esquina a esquina y la abracé (yo había estado parado esperándola y terminé frente a un quiosco en el que un periódico chicha rezaba: “Los OVNIS invaden Lima”) y ella pegó, todavía lo recuerdo, su rostro contra mi pecho. Nos demoramos en iniciar el trayecto: una vereda cubierta de hojas de otoño sin barrer. No tenía la más remota idea de que ese día ella me iba a terminar. Tenía un vago presentimiento de que algo andaban mal, pero nunca me imaginé que ese mismo día me iba a terminar. Se podría decir que estábamos en nuestro mejor momento. Cuando me lo dijo ya era de noche, y estábamos caminando por Comandante Espinar. Ella estaba hablando de cosas que no podíamos hacer como una pareja normal.
- ¿Cómo qué cosas? -le pregunté. Estaba parada en las gradas de una escalera y yo la tenía abrazada por la cintura.
- No sé, un montón de cosas -dijo, después de enumerar algunos ejemplos.
- Lo único que importa es que de verdad nos queremos -le dije, pero luego me di cuenta de que ella ya lo había planeado de antemano. Dijo que no se trataba de eso. No estaba cómoda. Tal como iban las cosas lo único que faltaba era una explosión nuclear. Cuando en la casa de la chica de rulitos se dieron cuenta que salía conmigo, le reprocharon: hijita, qué tienes en la cabeza. Eso era todo lo que le decían. ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Qué tienes en la cabeza? Y yo no me puedo jactar de haber pasado por lo mismo, porque en mi casa yo nunca dije nada. Quizá mis padres hubieran reaccionado igual, no lo sé.
- Entonces hay que separarnos -le dije.
Estábamos sentados en el Óvalo Gutiérrez. La chica de rulitos me miró achinando los ojos, pensando en que quizá mañana más tarde se iba a arrepentir enormemente. Que lo estaba arruinando. Pero la verdad era que todo ya estaba arruinado de por sí. Una vez que terminamos, no nos dijimos ni adiós. Y las cosas en mi vida se volvieron lo que ahora son.
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